Lecturas del día:
Ef 5,8-14
Jn 9,1-41
Jn 9,1-41
Ya en la Revelación del Antiguo Testamento, el Señor Dios había mostrado al Pueblo de Israel, como el juicio del Creador fuera más profundo y verdadero de los pensamientos de la creatura. Hemos escuchado de hecho, en la Primera Lectura : «No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1Sam. 16, 7). El Señor había indicado, de esta manera, cual es el verdadero criterio para juzgar a un hombre y junto a este, el lugar en el cual el hombre puede encontrar la mirada de Dios y entrar en relación con Él: su corazón. Por “corazón”, la Biblia, obviamente no lo interpreta como el centro de las palpitaciones mas intimas, sino “el sagrario” del hombre, su conciencia, donde se le ha dado la capacidad de escuchar la misma voz de Dios y reconocer de esta manera el fruto de la Luz : «Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad» (Ef. 5,9).
Sin embargo, incapaz de permanecer fiel a lo más verdadero que hay en él, el hombre regresa a sus pequeños criterios, produciendo toda maldad, injusticia y falsedad, para gobernarse a si mismo, obteniendo cada véz, lo que él decide que es para su bien, esperando de convertirse así «como Dios» (Gen. 3,5).
Pero Dios no se da por vencido y se encuentra con cada uno de nosotros, así como lo narra en doble sentido, sobre todo, el Evangelio: «escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego» (Jn. 9,6). O sea, Dios se hizo hombre, creatura; se unió a nuestra tierra, para que el hombre no pudiera escapar de Él, sino que pudiera llegar a reconocer, por medio del encuentro con Su Santísima Humanidad, lo que San Juan escribe en el prólogo del Evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros » (Jn. 1,14).
En segundo lugar, «Él dice ve a lavarte a la piscina de Siloé, que significa "Enviado"». (Jn.9,7). Cristo el enviado del Padre, tomó sobre sí mismo, todos nuestros pecados, hasta las últimas consecuencias de nuestra ceguera, hasta dejarse despojar de sus vestiduras, coronar de espinas y clavar en una cruz, despreciado por Su mismo Pueblo y abandonado por Sus más íntimos amigos. Este Amor inaudito de Cristo, no hace más que vencer definitivamente, con el tiempo, todo temor de frente a nuestros limites, porque no existe nada en nosotros que le pueda impedir de amarnos.
Desde asumir amorosamente nuestro rechazo, desde nuestra obtusidad homicida, después, el Señor Jesús cumplió el acto más extraordinario de la historia: ofreció libremente Su Cuerpo al Padre, para nuestra salvación y de esta manera consagro por cada uno de nosotros toda Su Persona. Nos ha introducido en Su santísimo Corazón, inflamado de Amor por nosotros, o sea, en la misma Luz de Dios, en la Luz de la Resurrección , y ha hecho de nosotros una “creatura nueva” (Cfr. 2 Cor. 5,17). Hemos escuchado, de hecho «El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía » (Jn. 9,7).
Precisamente este indestructible lazo con Cristo, fundado sobre Su Amor y Su Fidelidad, es el “nuevo ser” que se nos ha donado el día de nuestro bautismo, y en el cual somos mas profundamente introducidos por medio de los Sacramentos de la iniciación cristiana. Pero este nuevo ser, no puede dar fruto en nosotros sin el total consentimiento de nuestra libertad, que en esta vida terrena, se expresa, se fortalece y triunfa a través de aquella extraordinaria unión, a los “hechos”, testimoniados por el ciego, sanado por Cristo. Él, interrogado por el mundo sobre como había sucedido su curación, narra simplemente lo que le había sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Yo fui, me lavé y vi».
Pidámosle a María Santísima, de ser fieles a la verdad, a los hechos de nuestra vida, aferrando la mano, que en toda circunstancia Cristo nos tiende; dejémonos, así, conmover de la insensibilidad que nos insidia, para vivir totalmente de Él, Amor, Crucificado y Resucitado, en esta vida y en la Eternidad : «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará» (Ef. 5,14)
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