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IIº DOMINGO DE CUARESMA

Lecturas:
Gn 12,1-4
2Tm 1,8b-10
Mt 17,1-9

Comentario
1.«Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadlo»(Mt.17, 5)
La invitación que el Padre dirige a los discípulos, testigos privilegiados del extraordinario acontecimiento de la Transfiguración, resuena de nuevo hoy para nosotros y para toda la Iglesia. Como Pedro, Santiago y Juan, también nosotros estamos invitados a subir al monte Tabor junto con Jesús y a quedar fascinados por el resplandor de su gloria. En este segundo domingo de Cuaresma contemplamos a Cristo envuelto en luz, en compañía de los autorizados portavoces del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. A él le renovamos nuestra adhesión personal: es el «Hijo amado» del Padre.
Escuchadlo. Esta apremiante exhortación nos impulsa a intensificar el camino cuaresmal. Es una invitación a dejar que la luz de Cristo ilumine nuestra vida y nos comunique la fuerza para anunciar y testimoniar el Evangelio a nuestros hermanos. Como bien sabemos, es un compromiso que implica a veces muchas dificultades y sufrimientos. También lo subraya san Pablo, al dirigirse a su fiel discípulo Timoteo: «Toma parte en los duros trabajos del Evangelio» (2 Tm 1, 8).
La experiencia de la transfiguración de Jesús prepara a los Apóstoles para afrontar los dramáticos acontecimientos del Calvario, presentándoles anticipadamente lo que será la plena y definitiva revelación de la gloria del Maestro en el misterio pascual. Al meditar en esta página evangélica, nos preparamos para revivir también nosotros los acontecimientos decisivos de la muerte y resurrección del Señor, siguiéndolo por el camino de la cruz para llegar a la luz y a la gloria. En efecto, «sólo por la pasión podemos llegar con él al triunfo de la resurrección» (Prefacio).

2. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María «Stella maris», me alegra ser hoy huésped de vuestra hermosa comunidad que, aunque desde el punto de vista geográfico se encuentra lejos de la casa del Obispo de Roma, está siempre muy cerca de su corazón de pastor y siempre presente en sus oraciones, junto con todas las demás parroquias romanas. 

3. A vosotros, queridos jóvenes, os animo cordialmente a continuar vuestro itinerario espiritual, personal y comunitario, para que crezcáis en vuestra conciencia de ser Iglesia. Mi presencia, hoy, quiere ser una invitación para todos, pero especialmente para vosotros, queridos muchachos y muchachas, a ser apóstoles de Cristo en esta zona a fin de que el mensaje evangélico sea levadura de auténtico progreso y fraternidad solidaria.
Queridos jóvenes, el Papa tiene confianza en vosotros y os invita a difundir, con el entusiasmo y la sencillez que os caracterizan, el Evangelio en el nuevo milenio cada vez más cercano. Quiera Dios que en la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que tendrá lugar en Roma en agosto del Año santo, también vosotros, jóvenes de esta parroquia, estéis dispuestos a acoger a vuestros coetáneos procedentes de diferentes naciones del mundo. Estad preparados para compartir con vuestros hermanos y hermanas en la vida diaria y en los lugares de encuentro y sana diversión, la única fe en Cristo Redentor del hombre y la alegría de estar unidos en el abrazo de la misma Iglesia, fundada en el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo. Sentíos «misioneros» de fidelidad y esperanza en esta Iglesia que es vuestra dentro de la cual cada uno tiene una misión propia que cumplir.

4. Amadísimos feligreses de Santa María, «Stella maris», sé que en vuestra comunidad se presta singular atención a la celebración del sacramento de la penitencia o confesión. Me complace y doy gracias al Señor por ello. En este «tiempo fuerte» de la Cuaresma más intenso aún por la coincidencia con el año dedicado a la reflexión sobre Dios Padre, renuevo cordialmente la exhortación a acudir con confianza a este sacramento de curación espiritual, pues actualiza para cada uno, de modo sacramental, la llamada de Jesús a la conversión y el camino de vuelta al Padre, de quien el hombre se aleja por el pecado. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, este sacramento está destinado a consagrar el proceso personal y eclesial de arrepentimiento y conversión del cristiano pecador (cf. n. 1423).
Pero, para que el sacramento de la penitencia se celebre en la verdad es necesario que la confesión de los pecados brote de una confrontación seria y atenta con la palabra de Dios y de un contacto vivo con la persona de Cristo. Para este fin se requiere una catequesis apropiada que, como recuerda el Catecismo, tiene como objetivo poner en comunión con Jesús, el único que puede guiarnos al amor del Padre, en el Espíritu Santo, introduciéndonos en la vida misma de la santísima Trinidad (cf. n. 426).

5. Oh Dios «que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra» (Oración colecta). Así hemos orado al comienzo de nuestra celebración eucarística. La actividad pastoral está ordenada totalmente a esta apertura del espíritu, para que el creyente escuche la palabra del Señor y acepte dócilmente su voluntad. Escuchar realmente a Dios, significa obedecerle. De aquí brota el celo apostólico indispensable para evangelizar: sólo quien conoce profundamente al Señor y se convierte a su amor podrá transformarse en mensajero y testigo intrépido en toda circunstancia.
¿No es verdad que, precisamente por conocer a Cristo, su persona, su amor y su verdad, cuantos lo experimentan personalmente sienten un deseo irresistible de anunciarlo a todos, de evangelizar y de guiar también a los demás al descubrimiento de la fe? Os deseo de corazón a cada uno que este anhelo de Cristo, fuente de auténtico espíritu misionero, os anime cada vez más.

6. «Abraham partió, como le había dicho Yahveh» (Gn 12, 4).
Abraham, ejemplo y modelo del creyente, confía en Dios. Llamado por Yahveh, deja su tierra, con toda la seguridad que implica, sostenido sólo por la fe y la obediencia confiada en su Señor. Dios le pide el «riesgo» de la fe, y él obedece convirtiéndose así, por la fe, en padre de todos los creyentes.
Como Abraham, también nosotros queremos proseguir nuestro camino cuaresmal, renunciando a nuestra seguridad y abandonándonos a la voluntad divina. Nos anima la certeza de que el Señor es fiel a sus promesas, a pesar de nuestra debilidad y de nuestros pecados.
Con espíritu auténticamente penitencial, hagamos nuestras las palabras del Salmo responsorial: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti»
(Juan Pablo II, 28 febrero 1999)

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