Mensaje del Santo Padre para la 48ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
1 de junio 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy vivimos en un mundo que se va haciendo cada vez más «pequeño»; por
lo tanto, parece que debería ser más fácil estar cerca los unos de los otros.
El desarrollo de los transportes y de las tecnologías de la comunicación nos
acerca, conectándonos mejor, y la globalización nos hace interdependientes. Sin
embargo, en la humanidad aún quedan divisiones, a veces muy marcadas. A nivel
global vemos la escandalosa distancia entre el lujo de los más ricos y la
miseria de los más pobres. A menudo basta caminar por una ciudad para ver el
contraste entre la gente que vive en las aceras y la luz resplandeciente de las
tiendas. Nos hemos acostumbrado tanto a ello que ya no nos llama la atención.
El mundo sufre numerosas formas de exclusión, marginación y pobreza; así como
de conflictos en los que se mezclan causas económicas, políticas, ideológicas y
también, desgraciadamente, religiosas.
En este mundo, los medios de comunicación pueden ayudar a que nos
sintamos más cercanos los unos de los otros, a que percibamos un renovado
sentido de unidad de la familia humana que nos impulse a la solidaridad y al
compromiso serio por una vida más digna para todos. Comunicar bien nos ayuda a
conocernos mejor entre nosotros, a estar más unidos. Los muros que nos dividen
solamente se pueden superar si estamos dispuestos a escuchar y a aprender los
unos de los otros. Necesitamos resolver las diferencias mediante formas de
diálogo que nos permitan crecer en la comprensión y el respeto. La cultura del
encuentro requiere que estemos dispuestos no sólo a dar, sino también a recibir
de los otros. Los medios de comunicación pueden ayudarnos en esta tarea, especialmente
hoy, cuando las redes de la comunicación humana han alcanzado niveles de
desarrollo inauditos. En particular, Internet puede ofrecer mayores
posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos; y esto es algo bueno,
es un don de Dios.
Sin embargo, también existen aspectos problemáticos: la velocidad con la
que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de
juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta de uno mismo.
La variedad de las opiniones expresadas puede ser percibida como una
riqueza, pero también es posible encerrarse en una esfera hecha de
informaciones que sólo correspondan a nuestras expectativas e ideas, o incluso
a determinados intereses políticos y económicos. El mundo de la comunicación
puede ayudarnos a crecer o, por el contrario, a desorientarnos. El deseo de
conexión digital puede terminar por aislarnos de nuestro prójimo, de las
personas que tenemos al lado. Sin olvidar que quienes no acceden a estos medios
de comunicación social –por tantos motivos-, corren el riesgo de quedar
excluidos.
Estos límites son reales, pero no justifican un rechazo de los medios de
comunicación social; más bien nos recuerdan que la comunicación es, en
definitiva, una conquista más humana que tecnológica. Entonces, ¿qué es lo que
nos ayuda a crecer en humanidad y en comprensión recíproca en el mundo digital?
Por ejemplo, tenemos que recuperar un cierto sentido de lentitud y de calma.
Esto requiere tiempo y capacidad de guardar silencio para escuchar. Necesitamos
ser pacientes si queremos entender a quien es distinto de nosotros: la persona
se expresa con plenitud no cuando se ve simplemente tolerada, sino cuando
percibe que es verdaderamente acogida. Si tenemos el genuino deseo de escuchar
a los otros, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos distintos y a
apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en las distintas
culturas y tradiciones. Pero también sabremos apreciar mejor los grandes
valores inspirados desde el cristianismo, por ejemplo, la visión del hombre
como persona, el matrimonio y la familia, la distinción entre la esfera
religiosa y la esfera política, los principios de solidaridad y subsidiaridad,
entre otros.
Entonces, ¿cómo se puede poner la comunicación al servicio de una
auténtica cultura del encuentro? Para nosotros, discípulos del Señor, ¿qué
significa encontrar una persona según el Evangelio? ¿Es posible, aun a pesar de
nuestros límites y pecados, estar verdaderamente cerca los unos de los otros?
Estas preguntas se resumen en la que un escriba, es decir un comunicador, le
dirigió un día a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc. 10,29). La pregunta
nos ayuda a entender la comunicación en términos de proximidad. Podríamos
traducirla así: ¿cómo se manifiesta la «proximidad» en el uso de los medios de
comunicación y en el nuevo ambiente creado por la tecnología digital? Descubro
una respuesta en la parábola del buen samaritano, que es también una parábola
del comunicador. En efecto, quien comunica se hace prójimo, cercano. El buen
samaritano no sólo se acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto
que encuentra al borde del camino. Jesús invierte la perspectiva: no se trata
de reconocer al otro como mi semejante, sino de ser capaz de hacerme semejante
al otro. Comunicar significa, por tanto, tomar conciencia de que somos humanos,
hijos de Dios. Me gusta definir este poder de la comunicación como
«proximidad».
Cuando la comunicación tiene como objetivo preponderante inducir al
consumo o a la manipulación de las personas, nos encontramos ante una agresión
violenta como la que sufrió el hombre apaleado por los bandidos y abandonado al
borde del camino, como leemos en la parábola. El levita y el sacerdote no ven
en él a su prójimo, sino a un extraño de quien es mejor alejarse. En aquel
tiempo, lo que les condicionaba eran las leyes de la purificación ritual. Hoy
corremos el riesgo de que algunos medios nos condicionen hasta el punto de
hacernos ignorar a nuestro prójimo real.
No basta pasar por las «calles» digitales, es decir simplemente estar conectados:
es necesario que la conexión vaya acompañada de un verdadero encuentro. No
podemos vivir solos, encerrados en nosotros mismos. Necesitamos amar y ser
amados. Necesitamos ternura. Las estrategias comunicativas no garantizan la
belleza, la bondad y la verdad de la comunicación. El mundo de los medios de
comunicación no puede ser ajeno de la preocupación por la humanidad, sino que
está llamado a expresar también ternura. La red digital puede ser un lugar rico
en humanidad: no una red de cables, sino de personas humanas. La neutralidad de
los medios de comunicación es aparente: sólo quien comunica poniéndose en juego
a sí mismo puede representar un punto de referencia. El compromiso personal es
la raíz misma de la fiabilidad de un comunicador. Precisamente por eso el
testimonio cristiano, gracias a la red, puede alcanzar las periferias
existenciales.
Lo repito a menudo: entre una Iglesia accidentada por salir a la calle y
una Iglesia enferma de autoreferencialidad, prefiero sin duda la primera. Y las
calles del mundo son el lugar donde la gente vive, donde es accesible efectiva
y afectivamente. Entre estas calles también se encuentran las digitales,
pobladas de humanidad, a menudo herida: hombres y mujeres que buscan una
salvación o una esperanza. Gracias también a las redes, el mensaje cristiano
puede viajar «hasta los confines de la tierra» (Hch. 1,8). Abrir las
puertas de las iglesias significa abrirlas asimismo en el mundo digital, tanto
para que la gente entre, en cualquier condición de vida en la que se encuentre,
como para que el Evangelio pueda cruzar el umbral del templo y salir al
encuentro de todos.
Estamos llamados a dar testimonio de una Iglesia que sea la casa de
todos. ¿Somos capaces de comunicar este rostro de la Iglesia? La comunicación contribuye
a dar forma a la vocación misionera de toda la Iglesia; y las redes sociales
son hoy uno de los lugares donde vivir esta vocación redescubriendo la belleza
de la fe, la belleza del encuentro con Cristo. También en el contexto de la
comunicación sirve una Iglesia que logre llevar calor y encender los corazones.
No se ofrece un testimonio cristiano bombardeando mensajes religiosos,
sino con la voluntad de donarse a los demás «a través de la disponibilidad para
responder pacientemente y con respeto a sus preguntas y sus dudas en el camino
de búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia humana» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLVII
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2013).
Pensemos en el episodio de los discípulos de Emaús. Es necesario saber
entrar en diálogo con los hombres y las mujeres de hoy para entender sus
expectativas, sus dudas, sus esperanzas, y poder ofrecerles el Evangelio, es
decir Jesucristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado para liberarnos del
pecado y de la muerte. Este desafío requiere profundidad, atención a la vida,
sensibilidad espiritual. Dialogar significa estar convencidos de que el otro
tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar
no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión
de que sean únicas y absolutas.
Que la imagen del buen samaritano que venda las heridas del hombre
apaleado, versando sobre ellas aceite y vino, nos sirva como guía. Que nuestra
comunicación sea aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la alegría.
Que nuestra luminosidad no provenga de trucos o efectos especiales, sino de
acercarnos, con amor y con ternura, a quien encontramos herido en el camino. No
tengan miedo de hacerse ciudadanos del mundo digital. El interés y la presencia
de la Iglesia en el mundo de la comunicación son importantes para dialogar con
el hombre de hoy y llevarlo al encuentro con Cristo: una Iglesia que acompaña
en el camino sabe ponerse en camino con todos. En este contexto, la revolución de
los medios de comunicación y de la información constituye un desafío grande y
apasionante que requiere energías renovadas y una imaginación nueva para
transmitir a los demás la belleza de Dios.
Vaticano, 24 de enero de 2014, memoria de san Francisco de Sales
FRANCISCUS
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